A finales de 1894 había impaciencia en Cuba por producir el levantamiento armado para ponerle fin al colonialismo español. Existía en la Isla un sentimiento de nacionalidad que impedía continuar con la humillación de no tener derechos políticos y seguir viviendo bajo otras leyes en tierra propia.
La Guerra por la Independencia de los diez años (1868-1878) y la llamada Guerra Chiquita (1879-1880) calaron profundamente en el sentir patriótico de los cubanos. Las derrotas no fueron más que tizones listos para revivir la llama ante la mínima chispa.
Además del valor demostrado en la manigua, sobrevivieron a aquellos sucesos mujeres y hombres dispuestos a retomar la sacrificada vida en el monte.
Los errores cometidos en las contiendas fueron interpretados y asumidos por un joven que estuvo ajeno al campo insurrecto, pero defensor de los mismos ideales con la palabra desde la prensa, la cárcel y el destierro: José Martí.
Martí organizó minuciosamente el reinicio de la lucha necesaria. Recaudó fondos en el extranjero y aglutinó a los revolucionarios.
El Plan de las Fernandinas, celosamente guardado por el Ápostol para trasladar armas y pertrechos militares en varias embarcaciones a la Mayor de las Antillas, quedó destrozado a causa de una traición a inicios de enero de 1895.
Con pocos recursos, José Martí, como dirigente principal del Partido Revolucionario Cubano, le envió la orden del alzamiento para la segunda quincena de febrero al patriota Juan Gualberto Gómez dentro de un tabaco, quien escogió para ello el domingo 24, día de carnaval.
El comunicado llegó a manos de los jefes de las demás regiones de la Isla. Al aproximarse la fecha, estos salieron de sus casas hacia la manigua para no ser detenidos.
En el occidente fracasó la insurreción del 24 de febrero de 1895, pero en el oriente del país tomó fuerza y avanzó. Luego de tres años y seis meses, el ejército de Estados Unidos intervino en el conflicto, arrebatándole a los cubanos la victoria.
Por Boris E. González Abreut
Departamento de Comunicación del Citma